A velocidad de túnel
Imelda Rodríguez Escanciano
No me digan ustedes que la gestión política del temporal no les ha recordado bastante a la tónica de los últimos meses. Es decir, que nuestros dirigentes están afanados es espalar la nieve (también necesario, claro), aunque su perspicacia debería estar más orientada a generar sólidas políticas de prevención, en todos los ámbitos, y no únicamente a prestar servicios para paliar sus consecuencias. Esta es la diferencia entre lo bueno y lo óptimo. Entre los que reman todo el tiempo sin más y los que reman con un excelente destino final. No cabe duda de que merecemos a los mejores al frente de la toma de decisiones. Justamente, anticiparse y reaccionar con tiento es lo que hacen los gobiernos eficaces. Para empezar, evitan matar moscas a cañonazos: se da mucho ruido -eso sí- y algo se despeja el problema, pero también se lleva por delante otras realidades vitales. Gobernar sin prever, hacerlo sobre la marcha, con la táctica del ensayo-error, permite avanzar (¡solo faltaría!), pero a velocidad de túnel. En esta dinámica no nos detenemos, pero el recorrido es lento porque perdemos gran parte del campo de visión. Y este es el mayor error estratégico que se puede cometer en la gestión pública. El espacio gubernamental actual solo debe estar ocupado por soluciones inmediatas, realizables y acertadas. Una política alejada de este epicentro se ha quedado obsoleta.
Una vez pasada la época del santo polvorón, en la que hemos visto caer un manto de calma ante ciertas restricciones (siempre queda el comodín posterior de atornillarlo todo, por si acaso), me pregunto si se ha realizado una evaluación eficaz de las decisiones practicadas. Parece la postura más inteligente antes de planificar otras nuevas o de multiplicar las existentes. Porque en el seguimiento y el control de lo regulado está la clave del desenlace. Por eso podemos cuestionar si resulta oportuno confinar gran parte de la economía sin tasar lo aplicado y sin haber llevado al máximo nivel del rigor la realización de pruebas diagnósticas, una trazabilidad meticulosa y un tratamiento en el tiempo preciso (aquí incluyo el cálculo de la administración de las vacunas). Afinar sobre estos parámetros, qué duda cabe, robustece la capacidad de acertar. Necesitamos gobiernos con un pensamiento más fuerte, menos centrados en los síntomas y más en la prevención. Políticos como capitanes de barco, sabiendo aprovechar el mejor viento y certeros sobre la posición del punto cardinal. Gobiernos sin comportamientos fast food, de esos que se centran solo en la gratificación inmediata. No parece el mejor rumbo porque “en poca agua, poco se navega”.
Nos dicen los últimos estudios científicos de prestigio que decretar o levantar confinamientos sin implementar intervenciones igualmente efectivas no detiene el virus. Por lo tanto, como aspecto fundamental, hay que saber qué, cómo y cuándo limitar. Y centrarse en ello, exclusivamente. Ahora toca política de lucidez, no política de partidos. Toca anticiparse, actuar y resolver. A ser posible, con poco ruido y muchas nueces. Este es el bastión de los que están al frente, de los que tienen la sagrada responsabilidad de asegurar nuestra calidad de vida y la calidad de nuestra esperanza. Exigir esta dirección es, hoy más que nunca, nuestro derecho y nuestra obligación. Vivimos en una era de revolución, también en materia política. Así que demandemos ser gobernados por los buenos capitanes de barco. No partimos de cero, claro que no. Porque hay dirigentes brillantes, aquí y allí. De hecho, llevan el faro de la autenticidad encendido siempre. Por eso se les atisba con bastante nitidez a distancia, incluso dentro del túnel.