El síndrome de la rana hervida

Imelda Rodríguez Escanciano

Cuenta el escritor Olivier Clerc, que si una rana se pone repentinamente en agua hirviendo saltará, pero si la rana se sumerge en agua tibia -que luego paulatinamente se irá llevando a ebullición- no será capaz de percibir el peligro y se cocerá hasta la muerte. Un fenómeno que sucede cuando, ante un problema que es tan progresivamente lento que sus daños no llegan a advertirse o se perciben solo a largo plazo, la falta de conciencia provoca reacciones tardías e irreversibles. Una metáfora aplicable a muchas realidades. También a la dimensión política. ¿Qué creen ustedes que aniquila realmente a la rana: el agua hirviendo o su incapacidad para decidir el momento en el que debe saltar? Tolerar la temperatura de esa agua, que no dejaba de aumentar hasta la asfixia, determinó su destino final. Y es que la pasividad y la resignación general va deteriorando a la ciudadanía hasta fulminar uno de sus principales escudos protectores: el sentido común. Cuando la sociedad entra en un bucle de apatía y de incertidumbre, puede erosionarse su percepción auténtica sobre lo que está ocurriendo. Por eso conviene estar vigilantes, con los pies en agua fría si hiciera falta, para despertar y actuar (lo que supone también saber votar, cuando toca). El poder sigue estando en cada ciudadano y eso que llamamos felicidad es posible, es nuestro gran derecho y el principal deber de los que nos gobiernan. No lo duden: pensar con criterio, y actuar en consecuencia, nos salvará del destino de la cazuela. 

En estos momentos, la temperatura del agua está demasiado caldeada. Hay muchos dramas familiares, personales, laborales… Ustedes lo saben, lo ven cada día en un amigo, en un vecino, en los negocios de su calle, en lo que nos cuentan los sanitarios. Hay personas cerca de la ruina. Otras muy tocadas por la enfermedad, unas cuantas con miedo y otras tantas intoxicadas por demasiada información sin rumbo. Y, en medio de este panorama, ahí estamos, en plena campaña electoral catalana.  ¿Qué pensarán los extraterrestres de nosotros? No parece demasiado responsable una convocatoria electoral en estos momentos. Ni tampoco ver a los candidatos debatir, bueno, chapurrear cada uno su mantra, mientras se cambian los cromos de la futura gobernabilidad. ¡Madre de Dios, qué bochorno cuando nuestros políticos no se detienen en lo importante! Y sigo hilando: porque es evidente que, en este periodo electoral, se ha dado la consigna a los miembros y acólitos del Gobierno de hablar en clave positiva. Lo mandan los códigos del marketing político. Que siempre está bien el lenguaje de la alegría, eso sí, cuando lo que se cuenta tiende a la verdad. 

Porque, díganme ustedes, ¿es admisible escuchar a fuentes ministeriales decir que quizás ya en Semana Santa se puedan iniciar los viajes nacionales? ¿Es que vamos a salvar también la Semana Santa? Aceleremos despacio, por favor. Esto es muy serio: necesitamos que se pongan completamente en práctica las mejores soluciones. O, lo que compete ahora, articular de forma precisa el proceso de vacunación. Esta evolución marcará el ritmo del restablecimiento de la normalidad económica. Que también urge. Menos mal que están los científicos que nos invitan a ser optimistas con los efectos de la inmunización. Pero, claro, al optimismo hay que darle alas, porque, de lo contrario, no puede despegar. Exijamos que no nos mareen, que no nos despisten con frivolidades. Reclamemos nuestro derecho al bienestar definitivo. La opinión pública no puede elevar más su propio umbral del dolor. Hagamos, como sugería Nietzsche, de la desesperación mas profunda, la esperanza más invencible. Y hagámoslo, ahora.

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Artículo publicado en "El Día de Valladolid". 6/2/2021

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