LA INFINITA DIFERENCIA
Imelda Rodríguez Escanciano
Siempre me ha llamado la atención el fascinante vuelo de las libélulas. Sus alas, objeto de estudio en áreas como la robótica o la aeronáutica, marcan la diferencia de su recorrido, tantas veces transoceánico. Parece como si hoy, en su vuelo, hubieran arrastrado el interés de medio mundo hasta Jacinda Ardern, que acaba de ser reelegida primera ministra de Nueva Zelanda. Su histórica mayoría absoluta es el reconocimiento de todo un país a su autenticidad. Recuerdo que en los años de su primer mandato, cuando explicaba a mis alumnos -futuros consultores políticos-, la potencia de su carisma, era una gran desconocida. Desde entonces (y gracias a ese tándem infalible de palabras-hechos), no ha dejado de deslumbrar. Su triunfo es la respuesta de los ciudadanos a su vehemencia para doblegar la pandemia. Su firmeza compasiva es ya todo un fenómeno global, una revolución para la clase política. Y, todo esto, sin necesidad de colocarse la capa de Superman. Ha sido cuestión de hacer lo correcto, con toda la coherencia posible, desde el talento de la anticipación.
Enfangarse en la crispación política es actuar como un roedor de laboratorio, dando vueltas a su rueda -durante horas-, sin llegar a ninguna parte. La vanguardia está en convertir en categoría la capacidad de empatía y diálogo. Porque el liderazgo, como el de Jacinda, también salva vidas. Ahí están los resultados. Fíjense, con menos de 30 fallecidos, Nueva Zelanda es referente indiscutible de gestión ante esta abismal crisis. Sin medias tintas, sin dinámicas de ensayo-error. Una política de contención, activada con rapidez para prevenir la transmisión comunitaria, atajando de raíz cualquier posible foco; una comunicación institucional clara, aportando seguridad y tranquilidad a las personas; y una realización masiva y permanente de test -más un rastreo minucioso-, han permitido erradicar la enfermedad. Y, desde esta posición de seguridad, se inicia la recuperación económica. El secreto de este éxito no está solo en el tipo de acciones desplegadas, sino en los tiempos en que se han ejecutado. Esto es lo que determina la distancia con otros gobernantes del mundo. Y esa distancia marca la infinita diferencia. La diferencia que arrincona o atrae el bienestar. La misma que hay entre quienes ansían ser protagonistas y los que verdaderamente hacen historia. La infinita diferencia que usted y yo podemos ver cuando observamos nuestro alrededor -y no solo en el ámbito político-.
Por eso hay que saber mirar, igual que se afanan en ello las libélulas con su visión 360º. Una mirada que provoca la fortuna de saber que estamos en la dirección correcta. De esta agua bebe esta líder. La honestidad de Ardern ha sido una caricia a todo un país, en una época de dolor. No ha dejado de insuflarles responsabilidad, compromiso y optimismo ni un solo segundo (algo tan difícil de lograr como posible). Sin límites a la ternura, valor multiplicador de la autoridad. Por eso conmueve su credibilidad, tanto, que arrasa en las urnas. Pero ella no ha perdido su serenidad. Esta es una de las claves de su victoria, porque si el poder no te hace más humilde, no estás preparado para ostentarlo. Reivindiquemos este liderazgo, exijamos siempre la esperanza (porque los silencios también tienen consecuencias). Se trata de reflejar nuestra luz a los demás, como lo haría cualquier libélula en busca de su cielo. El progreso, nuestro progreso, no se puede bloquear. Por eso ha apostado -hasta la médula- Jacinda Ardern, como lo hacen también otros gobernantes y dirigentes de muchos ámbitos. Ser luz para provocar luz en los demás. Esa es la infinita diferencia.