LA COSTUMBRE DE LOS JUSTOS

Imelda Rodríguez Escanciano

A mi abuelo paterno le ordenaron, en plena Guerra Civil española, desplazarse hasta León para rendir cuentas ante un teniente coronel que le recibió con una pistola encima de la mesa. “¿Por qué ha votado usted a la izquierda?”, le espetó. “Porque los nacionales mataron a mi hermano Juan Manuel”, respondió mi abuelo. Probablemente le salvó la vida el informe que el alcalde de su pueblo tuvo que enviar a aquel mando militar, que literalmente decía: “Es un hombre bueno”. Eso y -quiero pensar- la desgarradora contundencia de la mirada de alguien noble, con cinco hijos pequeños, situado allí, de pie, en medio de aquel despacho, petrificado ante el brutal impacto que, a lo largo de la historia, siempre ha generado el odio. Un sentimiento que jamás advertí en mi padre, porque tampoco se lo transmitió a él mi abuelo, sintiéndose libre para moldear su ideología. Aquellos bandos, aquellos protagonistas, aquellos sucesos, de un lado y de otro, conviene tenerlos presentes, precisamente, para no repetirlos. Pero obstinarse en aquel dolor y convertirlo en un gran espectáculo de masas, que es lo que estamos viendo hoy en las andanzas de algunos políticos, recuperando consignas frentistas para ambientar la verbena electoral, es tan inútil como inadmisible. 

¿A dónde creen que nos conduce la épica del rencor? ¿Con qué autoridad se utiliza un lenguaje guerracivilista ante una sociedad tan agotada? ¿Cómo es posible que hayamos visto, en estos días, a un hemiciclo en campaña, casi obviando la grave travesía que está sufriendo la población? ¿Tan poco hemos aprendido de los justos? Si mi abuelo no hizo uso de sus heridas (y como él, tantos otros), ¿por qué debemos permitir hoy que esparzan la ira sin pudor? Quienes hoy irritan los estados de ánimo colectivos y, lejos de mejorar la vida de las personas, embrollan la realidad, han perdido toda la autoridad. Oxigenar es la principal misión de los líderes, en todos los ámbitos. Así lo han entendido las grandes figuras de la humanidad. Al respecto, sostenía una revolucionaria útil como Simone de Beauvoir, que “lo más escandaloso del escándalo es que uno se acostumbra”. Ni podemos ni debemos aclimatarnos a la mediocridad.  La encontremos donde la encontremos. Esta sí que es una amenaza innegable de nuestras democracias y del futuro que merecemos.

Fíjense, comparto habitualmente con mis alumnos, muchos de ellos consultores y dirigentes, que azuzar a la opinión púbica desde el estrés de la rabia es tan efectista como cortoplacista. Una estrategia estéril por su inconsistencia. Así que toca convertir nuestra nostalgia de un liderazgo auténtico en reivindicación permanente. Empecemos por demostrar que no estamos dormidos, que sabemos separar el grano de la paja, que hay vida en nuestra razón y bravura en nuestra alma. Urge, qué duda cabe, una nueva pedagogía del poder, porque una dimensión tan determinante no puede quedar reducida a las maniobras de vulgares trileros. Para ello, tiene que producirse un salto cualitativo que nos permita ver, no sólo a mujeres y hombres de partido, sino a mujeres y hombres de Estado. Reclamemos solidez intelectual y madurez emocional en todos los que ejecutan responsabilidades públicas. Volvamos la mirada a quienes practicaron la honestidad y el riesgo de la valentía. A tantas figuras que, como mi abuelo Bienvenido, dieron la talla desde sus convicciones, influyendo así en la robustez de las siguientes generaciones. Enarbolemos su templanza porque, para formar parte de la historia, hay que estar a la altura del presente. Esta es ya la nueva cultura del progreso, en cuya vanguardia reposará siempre la costumbre de los justos.

La costumbre de los justos

Artículo publicado en "El Día de Valladolid". 20/3/2021

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