Los peces que quisieron oír
Imelda Rodríguez Escanciano
Empezamos a tomar como extraordinario lo que debería ser absolutamente normal. Y viceversa. Hace unos días hemos vuelto a hacerlo, justamente cuando Angela Merkel, visitando las terribles inundaciones en Alemania, coge de la mano a su contrincante política, Malu Dreyer. Y no lo urde como una pose. Es una manifestación de su autoridad, de su vibrante humanidad. Eso es, al fin y al cabo, tener poder. Merkel, una de las líderes más trascendentales del mundo, practica como nadie la compasión. Una actitud que supone no sólo sentir empatía hacia una persona (algo que podría justificar este gesto de la canciller alemana, si tenemos en cuenta, además, que la rival política a la que da su mano sufre esclerosis múltiple). La compasión va más allá: es compartir ese dolor y actuar para solucionarlo. No es acariciar y luego mirar para otro lado. Si no han visto las imágenes, háganlo. Es recomendable al cien por cien porque, de repente, uno de se da cuenta de que la concordia no es únicamente lo que nos cuentan que fue y que se resiste a volver. Practicarla es posible, siempre que haya más generosidad que personalismos, más nobleza que aspavientos. De ahí que la sobriedad emocional y eficiente de Merkel sea un gran signo de autenticidad.
No hay compasión sin resultados (lo otro es una manifestación tibia de lástima). Admiramos esta escena de las manos porque necesitamos sacar la cabeza del letargo producido por esta gresca reincidente con que la que buena parte de la clase política adereza nuestros días. Es aquí cuando somos -o queremos ser- peces, sin memoria a largo plazo y manteniéndonos defensivamente alerta, incluso dormidos. Son los efectos secundarios del sopor de las tensiones ideológicas de baja consistencia. Díganme ustedes si, ahora, es el momento de desenterrar más muertos, o de retorcer el lenguaje con matrias, patrias y dictaduras que no se quieren llamar dictaduras o de entretenerse en argumentar sobre los culpables de la guerra civil española. Porque, digo yo: ¿Conseguirá este escenario de palos y hachas dialécticos regular los precios de la gasolina o de la luz? ¿Fulminará la pobreza que está creciendo como la espuma? ¿Ayudará a ajustar las cuentas de las familias, esas que ya no salen a fin de mes? Esta es la realidad, lo otro no es más que ficción prefabricada por los que, desde su burbuja política, parecen haber perdido toda la compasión.
Usted y yo, como los peces, con nuestro oído interno, somos capaces de escuchar la autenticidad. A usted y a mí nos ha emocionado ver a Angela Merkel tomar la mano de su contendiente. Así que, ¿por qué no exigir la compasión? Hagámoslo. Demos cuantos pasos sean necesarios, empezando por no perder de vista lo importante. Y, después, actuemos en consecuencia. Que no nos suceda como al policía municipal que, en plena Puerta del Sol -y ante un artista de la altura de Antonio López- tuvo la ocurrencia de exigirle su identificación, con soberbia de más. Improcedente. Decía el maestro Antonio López, en una reciente entrevista, que si no hubiera sido pintor le hubiera gustado ayudar a los demás, como afirma que hacen las monjas guanelianas que viven enfrente de su casa y que dedican su vida a las personas con discapacidad. Qué bello aspirar a ser eso, buena persona. Es la humildad de los grandes. Creo que, si Antonio López no ha dejado ni un minuto en su vida de buscar la mejor luz, para así retratar la realidad más perfecta, será porque la verdad importa. Todavía quedan genios.