Vítores al César

Imelda Rodríguez Escanciano

Todo en la vida debe guardar una justa proporción. La vanguardia de un país no la determinan las decisiones aisladas sino una dinámica política a la avanzadilla en todos los temas esenciales. Por eso, debo decir que me ha producido cierto desasosiego la forma en la que se ha escenificado en el Congreso la aprobación de la ley de eutanasia. Parecía una barra libre de hinchas. Qué duda cabe que en el edificio constitucional por excelencia deben predominar estilos equilibrados, sin llegar, de ningún modo, al extremo de la jarana o la crispación como modus operandi. El progreso jamás se asienta sobre el fanatismo de esa discrepancia irreconciliable con la que, en ocasiones, parecen querer vendarnos los ojos. Si esta ley es un avance, lo veremos con el tiempo. De momento, prudencia. Las borracheras de euforia son un rasgo de mediocridad y hay que apostar por la garantía que procura una inteligencia política estoica. No hay evolución cuando se comercia con el maniqueísmo. Y es que la política auténtica no necesita justificar su toma de decisiones ni con aplausos acérrimos, ni con sobredosis de frivolidad, ni con vítores al César. Tan solo defiende su posición con la firmeza de la lógica.

Y si la teatralización de la ley de eutanasia ha sido desproporcionada, su fondo es también cuestionable. La clave no está, simplemente, en posicionarnos a favor o en contra. El quid se centra en su aplicabilidad. Y, afino más, en la posible desviación o perversión en su práctica de los principios que la regulan. Es decir, el fraude en el uso de una ley que puede culminar con la muerte de una persona. Me inquieta también que este tipo de regulaciones solo exista en otros 5 países del mundo y que casi el 98% de la humanidad no admita su praxis. Puestos a desear, que por algo es Navidad, yo preferiría que hubiéramos estado a la cabeza de las naciones que, gestionando eficazmente la pandemia, han evitado muchas muertes. Curiosa contradicción. En definitiva, más que la ley en sí misma, me preocupa que, como sucede ya en algunos de los pocos estados que la articulan, exista una reducción drástica de la partida de cuidados paliativos o en materia de dependencia. Si ocurre esto, apaga y vámonos. Por eso en política conviene afinar para hacer lo que se quiere y también lo que se debe. 

La libertad de un individuo, concepto sobre el que los ponentes de esta ley enarbolan su magnificencia, nunca puede suponer agrandar sus prisiones. Al respecto, Daniel Callahan, padre de la Bioética y uno de los grandes pensadores mundiales, con un gran talento para aportar soluciones a dilemas espinosos (lo que hacen los líderes), reflexiona así: “El dolor físico y el sufrimiento psicológico de los enfermos muy graves que están muriendo son grandes males. Pero el intento de aliviarlos introduciendo la eutanasia puede ser un mal incluso mayor. Una vez que la sociedad permite a una persona matar a otra según unos estándares privados de qué vidas merecen seguir viviéndose, no habrá manera de contener ese virus que hemos introducido”. Es una dirección aventurada la búsqueda de una muerte pacífica, si es que existe este concepto. Como algunos de ustedes, yo también he vivido la experiencia de una enfermedad terminal en mi familia. Y, con conocimiento de causa, reclamo una política sanitaria poderosa que siga fortificando los recursos destinados a atenuar el calvario de las personas que sufren una situación extrema de enfermedad.  Pero, eso sí, por la vía de la vida.

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Artículo publicado en "El Día de Valladolid". 23/12/2020

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