Hay un proverbio que afirma que no se puede despertar a quien finge estar dormido. Una reflexión aplicable a distintos ámbitos de la vida, también al político. Justo en esta semana nos enterábamos de que el Comité del Congreso de Estados Unidos ha concluido que Donald Trump actuó de forma ilegal y que instigó el intento de golpe de Estado, convertido ya en un momento icónico, cuando un grupo de seguidores entró a la fuerza en el Capitolio y sembró el pánico, provocando incluso cinco muertos. Es la consecuencia de la soberbia como forma de hacer política, que persigue precisamente adormecer a la ciudadanía para que no piense, para que no razone, para que huya del sentido común. La soberbia destroza la firmeza que permite a un político atinar en su toma de decisiones y aniquila también su sentido de la compasión, que es la brújula para hacer lo correcto. Porque quien actúa desde la soberbia es incapaz de conectar con las necesidades reales de los ciudadanos. Completamente incapaz. Los políticos que destilan soberbia por los cuatro costados suelen inventar una realidad paralela, incendian, manipulan, desorientan, alarman, crispan, amenazan y obstaculizan todo el tiempo la esperanza. No les interesa que el ciudadano sienta optimismo, ni que se ilusione, ni que sea capaz de pensar o, incluso, de cambiar de opinión. No les interesa en absoluto porque, entonces, se esfuma el influjo.

La soberbia ha acompañado a líderes más dañinos para la humanidad a lo largo de la historia. Es, sin duda, un rasgo político que debemos analizar con detenimiento cuando decidimos confiar en un partido, en una institución o en un candidato. Esta palabra proviene del término griego hibris, que significa arrogancia. En la Antigua Grecia este concepto servía para definir el desprecio temerario hacia los demás, la temible falta de control de los impulsos propios que es capaz de provocar pasiones exageradas y totalmente irracionales. Casi nada. Como si estuvieran definiendo a perfiles políticos que pululan por nuestra época. La soberbia conduce a la furia, al orgullo y también a la mentira articulada de una y mil maneras. De hecho, la hibris se consideraba una tortura enviada por los dioses a los peores hombres y a las peores mujeres. Cuenta la mitología que los dioses primero querían volver locos a los hombres, condenándoles a este orgullo extremo, para luego rematarlos con la muerte. La soberbia como el más alto castigo. Para pensar.

Ningún partido, candidato u organización que estén liderados por figuras altaneras han construido, ni construirán, nada duradero. Tan solo son capaces de eclipsar y retener a fieles seguidores a través del gancho de su furia. Les emboban con cantos de sirena que poco o nada resuelven sus problemas. Hasta que un día reaccionan, claro. Porque este enganche visceral no permanece para siempre. Hay quien sí quiere despertar, hay quien sí necesita que su vida mejore y hay quien sí decide pensar. Ahí es donde los recaderos de la soberbia lo tienen todo perdido. Porque su capacidad de reacción es muy limitada. Fíjense que la soberbia es, a menudo, un escudo para los perfiles más mediocres. No saben cómo resolver las situaciones y sus impulsos les llevan a actuar con maldad. ¿Podría un candidato movilizar nuestro optimismo y gestionar con éxito nuestras necesidades, en estas condiciones? No nos engañemos, las organizaciones y los políticos intoxicados por la soberbia solo están preocupados por mantener su cuota de poder y por exhibirlo permanentemente para aparentar lo que son incapaces de provocar. Por eso la soberbia es una clara revelación de ausencia de liderazgo y, por extensión, anticipa una gestión pública notablemente desastrosa (con graves consecuencias para el progreso). Porque, en esta era de agudas crisis, las sociedades están exigiendo despertar. Unas lo hacen antes y otras continúan rezagadas, aunque terminarán por dejar de hacerse las dormidas. La razón es sencilla: las comunidades dominadas por la soberbia tienen muy difícil conquistar el futuro. Y al derecho a los sueños cumplidos no hay sociedad que se haya resignado jamás. Por eso es el tiempo de la autenticidad.

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