“Yo ya no soy político, puedo decir la verdad”, afirmaba hace unas horas el ex vicepresidente del Gobierno español, Pablo Iglesias. Sin inmutarse. La frase es probable que asombre a pocos (la vinculación de los términos “mentira” y “política” están a la orden del día en el imaginario colectivo), pero sí es cierto que escucharlo a viva voz resulta chocante. Dice mucho de quien lo pronuncia y de su concepto sobre el significado de la política que, extraemos por sus palabras, quizás solo sea una gran juerga de fuegos artificiales.  Una visión que enlaza con la sinopsis de la famosa película “La cortina de humo”, protagonizada por Dustin Hoffman y Robert de Niro. El guion giraba en torno a un presidente de los Estados Unidos pillado en una situación escandalosa, dos días antes de su reelección, que decide inventarse un conflicto que desvíe la atención de la prensa. Así, uno de sus asesores se pone en contacto con un productor de Hollywood para crear una cortina de humo que, en este caso, es una guerra en Albania a la que el presidente pueda poner fin de forma heroica ante las cámaras de televisión. Un argumento de plena actualidad. Las cortinas de humo son un truco de distracción en las batallas bélicas que adquirieron una especial importancia durante la Primera Guerra Mundial, cuando el ejército alemán lanzaba nieblas de color blanco para que las fuerzas enemigas no fueran capaces de visualizar con nitidez sus movimientos. Hoy se utiliza en sentido metafórico en el ámbito político como una maniobra comunicativa para distraer a la opinión pública, cambiando drásticamente el foco de su atención. Tengamos presente que quien controla el relato, también puede mover los ejes de la política a su antojo. De ahí la potencia de esta estrategia, que está fuera de toda dimensión ética, claro está. “No le pido que cree una guerra, sino el espectáculo de una guerra”, le decía el presidente norteamericano al productor, en una escena de este film que parece remitirnos a algo que hemos visto, leído o escuchado antes de ayer. Y, si no, fíjense en los movimientos de distintos mandatarios en estos días a raíz del conflicto de Ucrania. Unos y otros están exprimiendo el jugo al asunto, a su favor. O, al menos, lo intentan. Vayamos por partes.

Desde el Kremlin, no les viene mal capitalizar el foco de atención mundial para que Vladimir Putin pueda seguir sacando pecho y controlarlo todo, incluida la información que llega a la opinión pública dentro y fuera de sus fronteras. Una forma tan desleal como práctica para generar incertidumbre permanente (así puede hacer movimientos en el tablero que asienten más su autoritarismo). Por su parte, a Boris Johnson le viene como anillo al dedo cambiar la conversación y refrescar su cara, después de los escándalos de las fiestas en Downing Street que tienen herido -casi de muerte- su liderazgo. De ahí las últimas declaraciones de su ministra de exteriores, Lizz Truss, donde afirma que “Putin planea imponer un gobierno títere en Ucrania”. Que el pueblo británico mueva su cabeza para otro lado, que dejen de considerar el escándalo de su Presidente lo más grave que le puede pasar al país, es un objetivo a cumplir, desde los movimientos que vemos estos días en la comunicación pública del gobierno británico. También España ha puesto a su presidente a hablar por teléfono este fin de semana. Una estrategia de comunicación política que desarrollaba como nadie el mismo John F. Kennedy para marcar su posición presidencial. Ya ha llovido, pero ahí sigue. Tiene un propósito muy claro: insistir en esta percepción presidencial, en este caso, de Pedro Sánchez. Pero, en el contexto que vive España en estos momentos, significa algo más: supone desligar al presidente Sánchez de enfrentamientos patrios varios (véanse los conflictos vinculados a las macrogranjas, los procesos electorales en comunidades autónomas o el protagonismo de la vicepresidenta Yolanda Díaz a tenor de la reforma laboral).  Como si quisieran decirnos que el Presidente está volcado en hacer cosas de mayores, mientras los niños (l@s candidat@s de la oposición) se pelean en el patio de atrás. Es un golpe suave encima de la mesa para contar a la opinión pública que Pedro Sánchez está dedicado a asuntos más transcendentales (qué curioso, parece como si quisiera protagonizar el libro “Política para adultos», de su antecesor en el cargo, Mariano Rajoy). Pero lo más relevante que pretenden trasladarnos es que su influencia como líder mundial, interactuando como figura protagonista con los países de la OTAN, es monumental. Y esto, se supone, debería darnos mucha confianza en él. Podría parecer una jugada maestra, esto de construir la autoridad a base de posicionar tácticamente a un presidente en el tablero de un potente conflicto internacional, si no fuera porque el ciudadano medio está ahogado, entre otras muchas cosas, con su cesta de la compra. 

Con esta intención, la de colar el protagonismo de Pedro Sánchez por nuestra venta, en forma de autoridad planetaria, Moncloa difundía este fin de semana unas imágenes suyas hablando por teléfono desde su despacho, mostrando -según sus fuentes- que “sigue muy cerca la situación de Ucrania” y que está en “permanente contacto” con los representantes de la Unión Europea, la OTAN y los países aliados de España. En la escena, vemos al presidente vistiendo una camisa de color coral (sin corbata ni chaqueta, en un look demasiado informal para tratar un tema tan decisivo mundialmente). Le vemos sentado en su escritorio, en un encuadre extravagante desde la colocación de su maletín presidencial, que aparece situado detrás de la pantalla del ordenador (como si fuera un rótulo informativo sobre quién protagoniza las imágenes) hasta incluso su forma de sujetar el teléfono con una mano, mientras escribe con la otra, haciéndolo indistintamente. No hay atisbo de concentración en sus micro gestos faciales -su rostro está impertérrito-. El potencial persuasivo estaba en que hubiera sido capaz de comunicar algo positivo (no necesariamente teníamos que verle hablar por teléfono con los mandatarios de otros países). Se trataba de que transmitiera alguna emoción auténtica. Nada más y nada menos que eso. Por ejemplo, concentración en su trabajo (con una cosa tan sencilla, pero tan sincera, bastaba).

Algo que sí ha conseguido trasladar Emmanuel Macron en una misma escena de despacho, en medio de una luz ambiental tenue, mientras redactaba en su escritorio -alumbrado por sus lámparas de mesa-, en un instante que mostraba un momento reflexivo y en un entorno con menos grandilocuencia que en ocasiones anteriores (mobiliario más común para huir de la ultrasolemnidad que le aleja del pueblo francés), en una fotografía marcada por la credibilidad de su gestualidad.  También hemos visto a Joe Biden en su despacho estos últimos días, con mascarilla, trasladando así una sutil evidencia de cooperación (al estar evaluando la situación con sus colaboradores más próximos) y pedagogía ante el coronavirus. El presidente norteamericano lee un documento mientras reposa sus brazos sobre el sillón de trabajo (en cuyo respaldo está colgado su chaqueta).  Su postura y el sentido de la escena tiene una gran coherencia. Y es que es solo desde la autenticidad desde donde se transmite la autoridad del líder. En el caso de Justin Trudeau, el primer ministro de Canadá, también existe esta coherencia no verbal, pues cuando le observamos en sus espacios de trabajo, no duda en resaltar su capacidad colaborativa a través de los encuentros virtuales (tan comunes en este tiempo de pandemia).  Situado encima de su ordenador de mesa aparece, incluso, un aro de luz LED, muy usado entre los que se dedican a generar contenido para las redes sociales, como Trudeau hace recurrente y eficazmente (todo hay que decirlo). Por cierto, Angela Merkel también tenía un despacho amplio y sobrio, pero posaba en él lo estrictamente exigible. Dicen que prefería trabajar en otro lugar más cómodo para ella. Siempre será el súmmum de la naturalidad y el pragmatismo. En fin, su liderazgo a veces parece de otro planeta. En definitiva, que nos toca ser ágiles para detectar las fábulas que susurran a nuestro alrededor, con demasiada asiduidad. Digámosles a los que sostienen lo contrario que la verdad, en política, también importa. Nosotros, como sociedad responsable, no podemos admitir lo contrario. Para eso tenemos la autenticidad, para exigirla. Y a quien nos quiera someter a interminables cortinas de humo, hay que saberle responder con nuestro voto. Que no se nos olvide. 

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