El príncipe Guillermo, tras el fallecimiento de su abuela, la reina Isabel II, emitió un mensaje muy significativo: “Mi abuela decía que el dolor es el precio que pagamos por el amor”. Me impactó. Porque lo decía desde la verdad más absoluta. Él, que perdió a su madre cuando era pequeño, algo sabrá del sufrimiento. Y así lo traslada su lenguaje no verbal, repleto de melancolía y humildad. Me parece una gran posición para ejercer una labor de representación institucional porque, desde aquí, se puede llegar a comunicar toda la credibilidad en la que se afanan tantos dirigentes por transmitir, sin éxito ninguno. Pero, claro, la confianza no surge de la nada. Igual que los líderes tampoco nacen por generación espontánea. En realidad, son como la energía, ni se crean ni se destruyen, solo se transforman. Y esa transformación es la que cambia el mundo. De hecho, el liderazgo está íntimamente relacionado con la gestión del dolor de aquellas personas que, desde una edad temprana, han sufrido mucho en su vida y han sido capaces de canalizar ese dolor hacia la superación, la generosidad resolutiva y el máximo desarrollo de su talento a favor del bien común. Desde esta posición nace la autenticidad, que es el valor más decisivo, en este tiempo, para conectar con las personas. Ninguna estrategia de marketing servirá absolutamente para nada si, realmente, no existe una base de autenticidad. Este es un principio que deberían asumir candidatos, instituciones y asesores (muy especialmente en periodos electorales), ya que, en demasiadas ocasiones, quieren forzar la creación de una marca que suele desinflarse por su propia debilidad.
Por eso, contamos con grandes líderes históricos cuyas vidas provienen de experiencias de dolor que, como ocurriera con Nelson Mandela, les han permitido mostrar una inusual sensibilidad hacia la lucha, la fe y la compasión. El sufrimiento bien gestionado deriva en una poderosa influencia, que se manifiesta a través de una álgida capacidad resolutiva, en el tiempo correcto. Algo que pide a gritos nuestra sociedad. Los liderazgos decisivos no se fabrican ni se apoyan en relatos fantásticos para seducir a la ciudadanía. Pueden despistarnos en un momento determinado, pero nunca convencen al cien por cien. Fíjense en los cantos de sirena actuales de muchos de nuestros políticos, un día sí y otro también. Su recorrido no será muy largo. Lo que somos siempre termina por manifestarse. Es la fuerza irremediable de la verdad. Y, contra ella, no hay maniobra estudiada que pueda imponerse. Algo parecido ha ocurrido en la estudiada presentación pública como rey de Carlos III. Ayer, cuando se acercó a la multitud congregada frente al Palacio de Buckingham, practicó la cercanía saludando durante decenas de minutos a los ciudadanos, estrechando sus manos con detenimiento, afabilidad y atención. Pero esas mismas manos le jugaron una mala pasada, el día de su proclamación formal como rey, cuando pidió con explícita incomodidad y altivez que le retiraran los tinteros de la mesa. Desde luego, los responsables de protocolo del evento no acertaron en absoluto con la escenificación de esa firma y de esa mesa (donde, efectivamente, no había espacio para firmar) pero, cierto es también, que era una oportunidad exquisita para que el ya rey hubiera utilizado la sutileza de la que hacía gala su madre en las situaciones más peliagudas.
La autoridad está íntimamente relacionada con la amabilidad (que se activa desde la inteligencia emocional en las situaciones más críticas). Estoy segura de que el príncipe Guillermo hubiera sabido retirar esos tinteros, incluso sin pedirlo, revelando su carisma. Un carisma que supera ampliamente a su padre en aceptación y popularidad (un 81% frente al 65% de su padre). Una sensibilidad que evidenció en su última aparición la reina Isabel II. En ese momento, cuando recibió en audiencia a la nueva primera ministra de Reino Unido, Liz Truss (que vio claramente la delicada situación de la monarca y así lo trasladó su rígida gestualidad), nos recordó qué significaba para ella reinar. Sus manos amoratadas (evidenciarlas impulsa su sentido de la dignidad), su sonrisa plena, su posición de pie -apoyada en un bastón para resistir el esfuerzo-, la elección de la tradicional falda escocesa… Todo contribuyó a trasladar un mensaje poderoso: el de la vocación de servicio a un pueblo por el que la reina sentía absoluta devoción. Desde aquí se construye la credibilidad resistente.
Y es que el estilo de nuestra personalidad es el que determina el nivel de liderazgo que podemos llegar a desarrollar. Y esto es algo que deberían tener muy en cuenta las instituciones, los partidos y los gobiernos responsables de situar a los mejores al frente de la toma de decisiones. Este tiempo de incertidumbre y escasez necesita más líderes auténticos al frente. Y en esta categoría destacan -y lo hacen mucho- aquellos que han sabido transformar su sufrimiento en valentía, en fortaleza y en optimismo resolutivo. Algo que sabrán siempre defender y practicar. Estos serán, sin duda alguna, los líderes más preparados para afrontar la esperanza que merecemos. Hoy es tiempo de mirar qué hacen nuestras manos.
Espléndido artículo, Imelda. Enhorabuena
Gracias, Juan Carlos.
Los grandes líderes poseen esa gran característica, la resiliencia, que implica ser capaz de superar la adversidad con gran templanza. Gracias por está excelente reflexión y análisis.
Gracias por el comentario, Claudia.