22 horas han viajado aficionados argentinos para ver hoy la final del Mundial en Qatar. Ilusionados, ardientes, entregados con su Selección. Se implican con el equipo al máximo, disfrutan, defienden, vibran. Y lo hacen por convicción propia. Todos los aficionados se sienten hoy atraídos hacia un espectáculo que procura un beneficio explícito: la felicidad de lograr la victoria. Una dicha compartida, en la que se sumergen miles de personas porque son capaces de hacerla suya. Y porque ven en sus jugadores emociones verdaderas. Observan a dos equipos que deben volver a demostrar que su máxima fortaleza está en recordar que son más fuertes cuando no olvidan su propósito. El ciclón emocional que despierta un Mundial entre la opinión pública, esa cascada de sentimientos intensos, sería una meta de poder para la clase política. Porque, precisamente, persiguen conectar con los votantes a través de la pasión. La pasión elimina de un plumazo cientos de barreras hacia la tan ansiada credibilidad. Porque la pasión aviva emociones tan vigorosas como la fe. Y quien tiene fe en alguien o en algo, adquiere una conexión íntima, que quizás no cese jamás. Sin embargo, por más que se empeñen algunos consultores políticos en tratar de despertar esa pasión aludiendo a las épocas más oscuras de la historia, estimulando ese relato de los buenos y los malos, no terminan de acertar. Y no aciertan porque son tácticas manipuladas con un fin electoralista. Pensar que la ciudadanía no posee conciencia crítica es un error de primer orden cuando se asesora a un político, a un partido o a un gobierno. No solo necesitamos políticos auténticos, también urge que sus asesores sean capaces de comunicar bien esta autenticidad. Si siguen obcecados en la crispación, la pasión de la ciudadanía retrocederá a marchas forzadas.
El enfrentamiento sin precedentes -al más puro estilo hooligan– entre diputados españoles en el último pleno en el Congreso fue bochornoso. Están consiguiendo que sus palabras sean irrespirables -amén de irreparables-, ahogando su propio oxígeno. Da la impresión de que, con estos debates broncos, se han encerrado en una cápsula que les aísla completamente de los anhelos de la gente de a pie. Hablo de los representantes políticos españoles, de uno y otro signo (porque unos lanzan la piedra y otros esconden la mano) que, en el último pleno en el Congreso de los Diputados, pusieron en funcionamiento la táctica de sacar a relucir el golpe de Estado del 23 F, pensando que así recobrarían toda la atención de la opinión pública, sin tener en cuenta la grave dimensión de sus palabras. Que la presidenta del Congreso tenga que estar recordándoles la importancia de la moderación y el respeto es más que preocupante. El uso del lenguaje en política deja más huella que en ningún otro ámbito, porque se supone que votamos a líderes con autoridad. Y quien tiene autoridad siempre demuestra sensatez, equilibrio y sensibilidad. Sin embargo, las palabras se utilizaron para atemorizar, para sacudir y para desorientar a la ciudadanía. Quizás crean que esa mecha que encienden con sus mensajes alarmantes atraerá más votos, pero olvidan que las pasiones verdaderas no se fuerzan. Las pasiones atraen por sí mismas, como las cargas opuestas, cuando sirven para aumentar nuestro nivel de bienestar. Quien siente pasión no tiene miedo, solo ilusión. Y deposita toda su confianza allí. Así funcionan las emociones que despiertan los grandes líderes de la historia. Sin embargo, en la actualidad, los ciudadanos miran a la clase política a con recelo. Y se tapan los oídos para alejarse de tantas barbaridades pronunciadas. Algo están haciendo mal y, si no son capaces de enmendarlo, el error será definitivo.
Contaba Kylian Mbappé, que hoy tendrá muchos ojos puestos en sus movimientos, que su gran ambición es llegar a lo más alto sin hacer ruido. Quizás lo consiga o quizás no. Pero ese pensamiento es ya una muestra de liderazgo. Ser líder es provocar pasión y rematar la jugada. Sin ruido. Y la crispación que viven países como España en estos momentos, está provocando un estadio de decepción muy arriesgado. Porque la decepción anula casi completamente las ganas de creer en alguien, ya que reduce el nivel de neurotransmisores como la serotonina o la dopamina. No es cuestión baladí construir discursos políticos para el enfrentamiento. Si la clase política persiste en esta línea, cada vez será más evidente que es la hora de una nueva generación de líderes políticos. Los líderes que saben articular la pasión, la compasión y la fascinación. Y lo hacen con sus palabras y, sobre todo, con sus hechos. Si la política quiere atraer la voluntad de los ciudadanos, tiene que empezar por hacer vibrar a la gente con su discurso. Un discurso que hable de esperanza y que sea capaz de demostrarla con resultados. Si esto no ocurre, no habrá conexión porque no existirá entusiasmo. Y el entusiasmo, como decía el gran Pelé, lo es todo. Es más, apuntaba el mítico futbolista, “debe estar tenso y vibrar como una cuerda de guitarra”. Pues que tomen nota nuestros políticos, porque toca afinar esas cuerdas. La pasión verdadera surge aquí.
Foto de portada: Dazn News.